lunes, julio 24, 2006

Corbeaux


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Señor, cuando el frío esté en la pradera,
Sobre la naturaleza sin hojas
Se abatan desde el gran cielo
Los primorosos, adorados cuervos.

Arthur Rimbaud,
‘Los Cuervos’, 1871.

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Es de noche cuando bajo el follaje escaso del castaño me rebujo, temblando bajo el capote. A lo lejos, mientras silba un mortero, mi mente corre al soldado en el estanque, flotando boca arriba con el enorme hueco negro en la barriga llenándose de esa agua negra y maloliente de la que bebí hoy, alocado por la sed. Vuelvo a sentir el espasmo pleno, la inacabable angustia de esperar la explosión, el rezo para que no volverme un amasijo de metralla y carne en esta tierra oscura. El mortero explosiona, lejos. Me pongo de pie. Vomito.

Me llevaste en el tren de Arles a Paris, como a todos los otros campesinos que se montaron conmigo, y a punta de gritos y de golpes en dos semanas me hiciste poilu... Dices que estos veinte días en el frente aún no me enseñan nada con el fusil. ¡Claro!, con estos ojos jamás podré hacer otra cosa. No sé por qué me trajiste si te dije que sólo sabía arar y cultivar cebada, que era bueno para eso y para nada más... Pero ni con eso callas tus gritos, Bouchard. Te odio, sargento Bouchard. Te odio, por imbécil y mentecato. No paraste ni cuando te dije que me asusta la noche, que casi no ver es sentir todo volverse una mancha enorme, que no arregla ni el entornar fuerte los ojos, así. Marsellés de mierda, no quisiste ni oirme aquello de que las noches sin luna me asustan más, porque cuando es domingo y no hay luna, los cuervos te distinguen el brillo de los ojos y ahí nomás te comen los ojos, que por eso en noches sin luna no salgo, que me quedo en casa haciéndole sopa a los perros. Y peor, que se te haya ocurrido decirle al capitán que sí, que el bosque lo tomábamos hoy, justo hoy, maldito domingo de cuervos, hasta el último hombre y a punta de bayoneta... hasta el último de los ochocientos hombres que fuimos, Dorval Bouchard. Hasta mí, el último de tus hombres, el único de todos que supo correr.

Escupo. Me limpio con el dorso de la mano y levanto la cabeza. Los árboles parecen manos negras y terribles. Me arrodillo, de espaldas al castaño. Pongo el fusil con la punta hacia arriba y repaso a ojos cerrados la bayoneta con los dedos. Oigo el crujido, levísimo, y quedo sin respiración (ha sido cerca, muy cerca). Alguna patrulla alemana que me ha oído, pienso. Llevo la mano al cinto y al sentir la cartuchera vacía un escalofrío de muerte me recorre la espina... Apoyo la espalda en el árbol y me pongo de pie, despacio y sin ruido. Siento más crujidos y en la oquedad, la certeza de que alguien me ha escuchado y también me acecha. Mis manos se crispan mirando lo oscuro del cielo. Siento a alguien acercándose con pisadas sigilosas, de mí apenas a tres, a dos pasos... Mi grito y su grito se mezclan terrible, pavorosamente, mientras las bayonetas buscan nuestros cuerpos. Ha debido venir agazapado y no se ha enterado que ya estoy de pie. Algo en su cabeza cede ante mi embestida con ruido sordo mientras delante de mi pecho cruza su bayoneta enganchándose en mi piel y en mi capote. Caemos, mientras él se sacude en arcadas terribles y chillidos que se ahogan de a poco. Veo que mi lanza le ha atravesado el cráneo por uno de los ojos. Aterrado, suelto el fusil y me levanto de un salto, acercando mis ojos miopes al rostro desfigurado del cual arranco mi bayoneta sólo para darme cuenta de que eres tú, Bouchard, maldito, que no habrá malas nuevas para entregarte allá más tarde, en nuestra retaguardia.
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...............................................................cbg, may.05

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