domingo, marzo 12, 2006

Caja De Música


Era dorada y mi abuela la ponía sobre su velador celeste. Estaba cuarteada y sus años tarareaban clinclines de asilo, desdentados. Tal vez por eso ya había adquirido todas las manías de mi abuela. Dos de mis hermanos me contaron que una vez entre ellas dos habían fundido treinta y siete fusas en chocolate y metal dizque para pasar los malos tiempos, y que a duras penas doblaron y anudaron de a poquitos un montón de pentagramas sólo para ponerlos dentro de bolsitas de plástico que escondían debajo de la cama; a mí casi me constó eso en las veces en que entraba de improviso y las sorprendía, traviesas (¡ah!, ¡es que las dos sabían sonreir tan lindo, con esa risa blandita tan propia de las abuelas!).
Como fuere, sé que aprendí de su secreto en la tarde en que ella, con el baulcito abierto, y con los ojos cerrados, la otra, cuchicheaban del día en que las ruedas, pines y resortitos se volvieron cómplices de todos esos amores y de todos aquellos bellísimos sweet surrenders ocurridos a ritmo dócil de waltz... Fue bonito comprobar que -en lo que duró ese compinche y romántico parloteo- la caja no desafinó ni una sola vez.
De ahí en más, todo me resultó más fácil. Una vez conocido ese secreto, me explico el porqué de que jamás yo desafine: ¡es que llevo el corazón afinado en clave de Amor Mayor!
Carlos Barrientos, Setiembre 2003.